El fuego azota a España, y a buena parte de la Unión Europea especialmente en el área mediterránea, también al mundo (el fuego de California). Parece un fenómeno natural ante cuya arbitrariedad la racionalidad humana poco puede hacer. Sin embargo, un mínimo detenimiento nos muestra sus aspectos sociales abriéndose un abanico de intervenciones. Finalmente, nuestra mirada pretende ir más allá.
España arde; más de trescientas mil hectáreas carbonizadas. Esto representa casi el 1,0 por ciento de los 28 millones de superficie forestal (España es el tercero de la UE). Sin embargo, la sensación que trasladan los medios de comunicación es otra, con ello unos tiran trastos a otros y en el camino otros fenómenos (guerras, genocidios, corrupción, vivienda, inmigración, entre otros) se difuminan. Por qué.
Los daños están ahí, requiriendo tomarse el asunto en serio y con decisión. Más de treinta mil desplazados, miles de primeras y segundas residencias incendiadas junto a muchos negocios, miles de vacaciones truncadas, casi una decena de muertos, espacios públicos (polideportivos, residencias o albergues) -y pocos privados- abarrotados con depliegues de la Cruz Roja, promesas de ayudas públicas; son motivo suficiente. Ahora se echan de menos las soluciones de autorregulación del mercado. Solo a modo de indicador, el coste económico de apagar una hectárea es de 19 mil euros, ahí no se incluye el coste social derivado. Pero, todo esto tiene mucho de la mano del hombre, ahora el fenómeno se nos presenta menos natural o atmosférico.
Qué podemos hacer contra el fuego
Lo primero, intentar apargarlo, para lo cual contar con medios de extinción es fundamental. Cuánto presupuesto dedican los gobiernos; todos, desde el nacional hasta el local; pasando por los autonómicos, que detentan las principales -no todas- competencias, de la seguridad frente al fuego. El presupuesto público en extinción (nacional y comunitario) se ha mentenido en torno a los 400 millones de euros en 2009-2022 (período en el que el dinero se depreció casi un 30%).
Cuando consigamos que se vaya el humo, sería bueno actuar con más amplitud de miras. La prevención es una de las perjudicadas de la gran partida presupuestaria contra el fuego. En el mismo período descendió en más del 25 por ciento, situándose en 175 millones de euros.
En un tratamiento aun más amplio, se incluyen actividades conexas, más allá de la extinción y la prevención, como la investigación, la reforestación, infraestructuras o la gestión de recursos forestales. Esta es la principal partida, aunque también ha sufrido el recorte correspondiente, pasando de 1.000 a 700 millones de euros. Las campañas de concienciación rondan los 50.
Esa gran partida es importante porque incluye las ayudas a las explotaciones privadas forestales (producción de madera, corcho y otros), que las hay. Primero, el 70 por ciento de la superficie forestal española es privada. Sin embargo, las exigencias de medidas de seguridad forestal, y no digamos de responsabilidades, son mínimas. La modernización y profesionalización, eufemismos de un desarrollo capitalista, está pendiente. España tiene un déficit claro: mientras en la media europea se aprovecha el 60 por ciento de la biomasa forestal generada, en España solo es el 40 por ciento; el resto queda amontonado. Este absentismo productivo de los propietarios privados de bosques no se puede achacar a la protección de espacios forestales, que representan un porcentaje pequeño en el caso de Parques Nacionales y Parques Naturales, la mayoría púbicos; y que en su forma más laxa (Red Natura 2000 y Reservas de la Biosfera) ocupan el 30 por ciento de la superficie forestal, se reparten por mitad entre público y privado. Esta mayor eficiencia en la explotación forestal vendría muy bien a la sociedad española que necesita 50 millones de metros cúbicos de madera de los que ha de importar más de 30. Una condición necesaria para incentivar esto desde lo público sería el compromiso con el avance tecnológico que redundara en mayores controles de seguridad y de la gestión evitando el despilfarro que significa el fuego.
Pero, una gestión científica, del fuego exige conocer el por qué se produce, qué condiciones lo hacen posible y cuáles permiten que progrese hasta alcanzar viviendas, pongamos por caso.
Las estadísticas al respecto son elocuentes: la primera causa es la humana (intención o negligencia) con el 40%, luego el abandono y ausencia de gestión forestal (30 %), cambio climático (20%), y otras como (infraestructuras, vegetación o fenómenos atmosféricos extremos), 10 por ciento.
Una nueva conciencia frente al fuego
Por atractiva que parezca la idea de un pirómano desequilibrado sobre el que descargar toda la responsabilidad aplicándole la Ley de Talión, esa visión demagógica es injusta, irreal y poco efectiva.
Más allá de quien prende la llama, los incendios toman dimensiones y tamaños, por tanto provocan efectos amplios y dañinos, por otros motivos. En este sentido, recurrir a las condiciones climatológicas tanto pasadas como presentes resulta una respuesta inmediata: que si ha llovido mucho y hay mucho arbusto; que si tanto material combustible acumulado; que si hace mucha calor a lo que se junta el viento, entonces la propagación del fuego es más fácil; que si no ha llovido, que si … A más el cambio climático.
Todo es cierto. Pero, resulta que el material que arde está acumulado, la gestión y el abandono del mismo responde a intereses privados y a medidas públicas. El despoblamiento, la España vaciada, el éxodo rural, no son fenómenos atmosféricos; los modelos culturales y de ocio (barbacoas o cotos de caza), tanto de las clases altas como de las bajas, tampoco caen del cielo; las prioridades en los presupuestos públicos (armamento o contraincendios) no son un accidente de la naturaleza; las formas de la gestión privada de los recursos forestales no responden a inclemencias del tiempo; incluso la abstracta crítica a la política (no se qué de despachos), como el juego politiquero de tirarse trastos exigiendo interrumpir vacaciones o acercarse a las zonas devastadas, todo este espectáculo donde los medios juegan su papel, y la sociedad se sacude la responsabilidad; el calculado tratamiento mediático bien para reprochar al adversario partidista bien para tapar otros asuntos; incluso el demente que se aburría y prendió la cerilla. Todo eso es, de una u otra forma, una manifestación de lo que somos.
Tanto en la intención como en la negligencia, la acción individual está mediada (en su diversidad de formas, relación laboral, lucha de clases, leyes, presupuestos, …) por la relación de capital, por el general y por el particular de cada uno. El fuego capitalista es un fenómeno específico de las sociedades actuales, donde el metabolismo que vincula al hombre en sociedad con la naturaleza, de la cual aquel es parte orgánica porque la materia es una en su diversidad, se caracteriza por una peculiaridad; se llama capital. Como red a través de la que se estructura el sujeto de la producción y el consumo sociales sobre la base de la valorización del valor, el capital determina la conciencia libremente enajenada que rige la acción personal en nuestra sociedad. Como superación de aquella conciencia, el avance de la conciencia dialéctica no solo nos demanda conocer las causas, inmediatas y mediatas, traspasando así la apariencia; sino que, además, nos permite reconocer en su diversidad la unidad de la realidad, así como dirigir nuestra acción hacia la revolución del modo de producción capitalista rumbo a un desarrollo humano más pleno.
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